martes, 8 de junio de 2010

ORTODONCIA

Ortodoncia, perteneciente a Una violeta de más (1968) de Francisco Tario:


Ortodoncia

Nos bastó con ver entrar a mi padre, para que todos nos diésemos cuenta al instante de que tampoco aquella nueva dentadura que ensayaba hoy era la adecuada. Mi madre y mis tres hermanos menores nos hallábamos a la mesa, y todos, intempestivamente, rompimos a reír a un tiempo. Mi padre cruzó de largo, cubriéndose con disimulo la boca, y se le oyó, un poco más tarde, encerrarse en el cuarto de baño. Allí permaneció un buen rato y a continuación volvió a salir, golpeando con malhumor la puerta. Con una voz que nadie le conocía en la casa, anunció desde su habitación que por esta vez no sentía apetito y que podríamos continuar almorzando sin él. Pero ya nadie conseguiría probar bocado, a causa de aquella maldita risa que nos había acometido a todos. Ni siquiera mi propia madre lograba mantenerse seria. En el fondo era atrozmente burlona y también ella reía a carcajadas, sin dejar de hacer referencia a aquel deplorable armatoste con que mi padre se había presentado ese día.

Mi padre era un hombre apocado, bilioso, y desempeñaba un alto cargo en una modesta empresa, donde era muy estimado por su eficacia. Por qué razones volvió un buen día sin un solo diente en la boca, fue algo que a ninguno de sus cuatro hijos nos fue dado conocer con exactitud. Se nos dijo que aquel trabajo suyo, rutinario y poco higiénico, le había dañado las encías, consumiéndole, de paso, ciertas sustancias básicas, indispensables, para cualquier organismo. Pero el hecho es que, una tarde que me encontraba solo en la casa, le vi venir por el pasillo con tal expresión de confusión y amargura, que no pude menos que salir a su encuentro y preguntarle qué desdicha le había ocurrido. Torció el gesto con desdén y soslayó evasivamente que le dolía un poco la cabeza. Pero ya mostraba desde entonces aquella desoladora expresión, que no le abandonaría en lo sucesivo, y que era como si un boxeador de peso pesado le hubiese incrustado la nariz en la boca.

No éramos económicamente poderosos, de suerte que el asunto de la nueva dentadura no dejó de ocasionar trastornos familiares. En principio, se hizo un recuento apresurado de nuestras reservas bancarias, cuyo resultado no fue muy esperanzador, visto lo cual mi madre procedió a reorganizar la economía doméstica, despidiendo, para empezar, a la sirvienta, y, cuando las cosas fueron agravándose, impidiendo que mis tres hermanos y yo continuásemos nuestros estudios. "La ortodoncia -—afirmaba mi padre por aquella época— ha hecho indudables progresos, pero desgraciadamente no se encuentra todavía al alcance de cualquier bolsillo." No fue la nuestra una situación precaria, pero sí fastidiosa, y que interrumpía un sistema de vida que prometía ser ya definitivo. Tenía yo, por aquel tiempo, doce años y el mayor de mis hermanos catorce, razón de sobra para que, tanto él como yo, aceptásemos un trabajo que ayudara a solventar los compromisos que esta imprevista calamidad trajo consigo. Sin embargo, como el problema no consiguió resolverse en el plazo que se preveía, la situación sí llegó a hacerse embarazosa y originó más de una desavenencia en la casa. Reinaba el malestar a toda hora, y hoy pienso que había motivos bastantes para que así fuera.

Por lo visto, una muy singular condición de las encías de mi padre impedía que los especialistas hallasen una solución más o menos satisfactoria al conflicto. O los dientes que le aplicaban resultaban excesivamente estorbosos, hasta el punto de impedirle cerrar con naturalidad la boca, o pecaban por insuficiencia, en cuyo caso mi desdichado padre tenía que andar a toda hora del día recogiendo del suelo o de la mesa aquel defectuoso armatoste, que a duras penas se conservaba en su sitio. Ya era atándose los zapatos, o pidiendo el desayuno, o contestando simplemente el teléfono, el armatoste comenzaba a oscilar, le dificultaba el uso de la palabra y por fin rodaba por tierra, con un sonido tan peculiar que llegó a hacerse casi indispensable en la casa. Bastaba, en ocasiones, un estornudo o el deseo de que pasásemos buena noche, para que el aparato dental saliera proyectado, ante el asombro de todos. Otros ensayos posteriores tampoco dieron el resultado apetecido, pues hubo incluso algunos que le modificaron la expresión de su rostro, transformándolo en un hombre cruel o vanidoso, o bien en un ser enteramente impersonal que chupara sin cesar un caramelo. La que consideramos por aquel entonces la última prueba, la definitiva, resultó ser, en apariencia, la más satisfactoria, pero, en cambio, tenía la rara particularidad de impedirle pronunciar ciertas palabras, lo que daba origen muy a menudo a que, en el transcurso de una conversación, mi padre quedase de pronto enmudecido y como atrapado en una ratonera. Entonces comenzaba a titubear, perdía el control de sí mismo y lo único que conseguía, con su nerviosidad, era escupir a todo el mundo, captándose la antipatía de sus interlocutores.

Esta vez, mediante un supremo esfuerzo —al que contribuimos todos—, mi padre consultó a una eminencia, de cuya visita regresaba ahora. Pero tampoco el éxito pareció acompañarle, pues, mientras tomábamos el postre, oímos cómo mi padre abría la ventana de su cuarto y la volvía a cerrar con violencia. Mi madre se puso de pie, pálida como una muerta, y prorrumpió con voz tensa:

—¡Creo que se ha suicidado!

Nadie acertó a descifrar si se trataba de una broma de mi madre o su temor era justificado, pero el caso es que la vimos entrar en la habitación contigua y tropezarse con mi padre, que volvía de la ventana. Se entabló entre ambos una discusión muy agria que nos arruinó la comida, pues mi padre, con la boca vacía, intentaba defenderse de los cargos que se le atribuían, utilizando para ello unos términos tan extraños y confusos que nadie supo a ciencia cierta lo que defendía. Mi madre era implacable en tal aspecto y le ordenó de muy mal modo que dejara de tirar el dinero por la ventana. Entonces mi padre se enfureció todavía más y comenzó a dar vueltas por el cuarto, con la expresión de un enajenado. Instintivamente todos volvimos a reír, escondiendo la cara en el plato. Por las noches, desde hacía ya una buena temporada, oíasele ir y venir por los pasillos —muerto de hambre, supongo—, a la caza de más puré. Era cuanto comía, y no sin cierto esfuerzo. Había enflaquecido notablemente y se había vuelto más desconfiado, más inestable y puntilloso. No es que mi padre fuese un ser superficial o frívolo, ni que pretendiese hacer ver lo que no era, pero le agradaba vestir con una discreta elegancia y causar buena impresión a las visitas. Quizá este aspecto suyo de ahora le originase una depresión secreta, o su atención estuviese puesta en otros asuntos más graves, pero el hecho es que se le veía taciturno, inseguro, y que evitaba salir por salir a la calle, intentándolo únicamente en los días lluviosos, cuando creía poder pasar inadvertido bajo el paraguas. De ordinario mantenía la boca muy bien cerrada y, si se le forzaba a hablar, se encogía mañosamente de hombros. Pero no bastaban estos ardides suyos, porque nadie había dejado de notar el gran drama que se desarrollaba en su alma y que ya empezaba a trascender al exterior. Todo su empeño actual, por lo visto, consistía en hacer frente a la situación de un modo digno y llevadero, sin que le resultara fácil, en tal sentido, tomar una resolución definitiva, ni siquiera provisional, pues si, en un caso, por ejemplo, parecía recomendable que se dejara crecer el bigote, en otros, por el contrario, el bigote resultaba improcedente, dando la impresión de que no era sólo el bigote lo que mi padre exhibía, sino también el propió cepillo de dientes, que por una rara omisión hubiese olvidado en la boca.

Habían transcurrido seis meses, y ya andaba por la séptima dentadura, cuando mi madre le llevó aparte para decirle:

—Valdría la pena olvidar este asunto, pues vamos camino de la ruina.

Mi padre se ofendió justificadamente, arguyendo que su trabajo le había costado reunir aquel dinero, y que no se hallaba dispuesto a privarse de lo necesario en beneficio de los caprichos ajenos. El necesitaba comer, alimentarse como todo el mundo, cambiar impresiones con sus amigos y, sobre todo, conservar su puesto de trabajo. Tampoco le parecía muy dignificante que nos burlásemos de él a toda hora. Lo había tomado a capricho y se sentía herido en su amor propio. Generalmente, al cruzar frente a nosotros, lo hacía con expresión huraña, tratando de darse importancia o de infundirnos mayor respeto; mas, una y otra vez, sorprendíamosle mirándonos de reojo, un poco encogido el cuerpo, según suelen hacer los perros ante el temor de un desaguisado.

Conservaba en su armario una respetable colección de artefactos que se probaba sin cesar por las noches, cuando suponía que todos dormíamos. Pero teníamos tan avezado el oído, que le sentíamos abrir y cerrar los cajones, encender a hurtadillas las luces y producir aquel ruido inconfundible, como si revolviera nueces, que sacaba de quicio a mi madre. Por las mañanas, amanecía ojeroso y desmejorado, y todo cuanto lográbamos sacar en limpio de lo que hablaba se refería a los infortunios del mundo y a la nociva humedad del invierno. Sus pensamientos debían ser, en general, pesimistas, y cierta vez nos dejó entrever que nadie debería darse por sorprendido si le despedían de su puesto. Con la dentadura en la mano, pronunció, una noche, esta desconsoladora frase:

—¡Se nos viene encima la guerra!

Mi madre, obviamente amargada, no cesaba de zaherirle:

—¡Procura pronunciar bien las ces o no te entenderemos ni una palabra!

Y como él diera en tartamudear, agravando el galimatías, mi madre subía el tono de voz, mirándole fijamente a los ojos:

—¡Que no me hables así! ¡Te lo prohíbo!

Poseía él una rara habilidad para acomodarse la dentadura sin utilizar los dedos. Lo único verdaderamente chocante era aquella sonrisa forzada que se veía obligado a dibujar al hacerlo, y que tan poco tenía que ver con lo que se entiende por una sonrisa. Si, por casualidad, fallaba en su cometido, y la dentadura rodaba sobre la alfombra, mi madre se inclinaba para recogerla, sosteniéndola con las puntas de los dedos.

—¡Toma! —le decía con asco. Y mi padre la aceptaba sumiso, rojo como una amapola.

Ciertamente su sonrisa, en semejantes trances, distaba mucho de ser espontánea y le hacía pasar injustamente por un consumado hipócrita. Mi madre captaba esto al punto y le recriminaba con dureza:

—¡O te la quitas para reír o me temo mucho que llegaré a aborrecerte!

Todo el mundo se preguntaba ahora cómo y dónde pudo él haber tenido un día los dientes, y qué aspecto podría haber ofrecido su rostro por aquel tiempo. La eminencia que lo trataba ahora le había prometido, en desagravio, hacer una mención muy especial de su caso en los próximos congresos. Siguiendo las instrucciones médicas, se oía a mi padre ejercitarse a toda hora, unas veces valiéndose de una esponja o de un trozo de corcho, o practicando cierta complicada gimnasia local, que llevaba a cabo siempre bajo llave. Desde el pasillo sentíasele forcejear y gemir por lo bajo, entrechocar las mandíbulas y lanzar quejas o improperios. Producía ruidos inesperados en la mesa o persistía en su afán de sonreír sin ton ni son, mirándonos después a todos con expresión culpable. Solía morderse a menudo la lengua, y esto lo desesperaba.

—¡Ya, ya te ves mucho mejor! —le decía con sorna mi madre—. ¡Por lo menos, ya vas engordando!

Vista la dentadura al trasluz en el vaso, parecía una soberbia pieza que recordaba a las estrellas de mar. Pero trasladada a su sitio y puesta a trabajar formalmente, su aspecto era ya distinto y hasta resultaba bochornosa. Tal vez la imperfección fuese minúscula, pero sus consecuencias eran catastróficas.

Y un buen día tuvo lugar lo inconcebible, lo que ni el más sagaz especialista podía haber tenido previsto: que a mi padre empezó a apuntarle un nuevo diente. No se trataba, es claro, de una afirmación a rajatabla, sino de una mera suposición, que requería ser confirmada. Llamó con toda urgencia al odontólogo, y a las seis en punto de aquella tarde ya estaba sentado en la clínica. Mi madre se negó a acompañarle, pretextando que tenía un resfriado. Fue una espera larga, llena de toda suerte de incertidumbres. Nos habíamos reunido en la sala y mi madre no dejó de cavilar ni un momento, exigiendo repetidas veces que nadie la interrumpiera. Se oía el reloj al dar las horas o caer la lluvia contra los cristales, sin que ninguno de nosotros osara moverse ni distraer a mi madre en sus reflexiones. Por fin, cuando hacía ya una buena media hora que se había hecho de noche, sentimos cómo mi padre introducía la llave en la cerradura y entreabría, poco a poco, la puerta. Todos nos pusimos de pie, con el alma en un hilo. Tardó un largo rato en entrar, haciéndose, sin duda, el interesante, aunque después escuchamos, atónitos, que el milagro se había realizado. El veredicto del odontólogo no pudo ser más favorable, y un viento saludable y fresco, ya olvidado, volvió a recorrer la casa, como anunciando a sus moradores el comienzo de otra etapa más feliz.

—¡Está aquí, aquí mismo! ¿Le veis? —proclamó él con entusiasmo, todavía sin trasponer la puerta, abriendo exageradamente la boca, a fin de que no nos diésemos por engañados.

Mi madre trajo una lámpara de mano y, llevando al interesado a la luz, todos fuimos comprobando por turno la presencia de aquella diminuta cresta blanca de la que dependían tantas cosas en la casa.

—¡La vida es maravillosa y está llena de misterios! —comentó, al fin, mi padre, cerrando con respeto la boca.

No era propiamente un diente lo que, en realidad, le apuntaba a mi padre, sino una lejana muela, aunque para el caso daba lo mismo. Y como si se tratara de un diamante en bruto, el cuidado de la familia, a partir de la lluviosa tarde, se centró en aquella puntita blanca, con la cual mi padre iba y venía ahora a su trabajo. Los alimentos se seleccionaron escrupulosamente, tanto por lo que atañía a su consistencia como a su temperatura, pues, al decir del odontólogo, ambas cosas eran interesantes y había que vigilarlas con esmero. Antes de irnos a la cama, mi padre nos conducía a la sala, abría con paciencia la boca y nos pedía que lo examináramos sin prisas, exponiendo nuestros puntos de vista. Aquello progresaba. Había que tener fe. Y reinó de nuevo el bienestar en la casa, y más tarde la alegría, cuando el milagro fue haciéndose físico y ya nos resultaba posible introducirle un dedo en la boca para acariciar aquella áspera cima que se iba coronando de nieve. El proceso inflamatorio había desaparecido, y cierta noche fuimos al teatro. Volvimos a sacar en grupo al perro. Y mi madre comenzó a pensar ya seriamente en comprarse nuevos vestidos.

Durante aquellas venturosas semanas en que la muela fue desarrollándose y hasta adquiriendo cierta belleza, mi padre parecía otro hombre, como si hubiese rejuvenecido. Podía ya morder una banana, triturar un gajo de naranja, aventurarse con un huevo cocido. Masticaba aún sin orden ni concierto, inclinando a un lado la cabeza y guiñando nerviosamente un ojo; pero mi madre mostraba ahora una paciencia ejemplar y, entretanto él se hallaba absorto en su penosa tarea, fingía ella mirar por la ventana, con el fin secreto de no cohibirle. Su lenguaje empezaba ya a ser comprensible, y hasta florido, y no cesaba de iniciar conversaciones de toda índole, recreándose con la música de las palabras. Sin que viniese a cuento, hacía llamadas por teléfono o se enfrascaba en interminables pláticas con los vecinos.

—¿Cómo decía yo antes? —insistía en preguntarnos riendo, burlándose de sí mismo, evocando ingratas memorias.

Y todos replicábamos a un tiempo, regocijándonos también:

—¡Pues decías oa! ¡Oa! ¡Eso era lo que decías cuando querías sopa!

O nos narraba historias de su niñez, entristeciéndose o alegrándose con ellas, según fuese oportuno. Volvió a prestar atención a su trabajo y nos tenía muy al corriente de las triquiñuelas de su clientela. Fue mi madre quien, en cierta ocasión, le impidió arrojar por la ventana toda su colección de dentaduras, en su súbito acceso de euforia.

—¡Uno nunca puede saber! —le previno ella, arrebatándoselas de la mano—. ¡Imagina que el día menos pensado se interesara el museo por ellas!

Ya estaba, pues, allí la muela en toda su plenitud. Era una sola pieza, sólida, grande y cuadrada, de color gris acero, como un perdigón gigante. La cepillaba amorosamente con agua muy bien hervida y exigía que para tal ceremonia reinara un completo silencio en la casa. Había aprendido a hacer mil maravillas con ella, e incluso llegó a masticar con soltura ciertos alimentos que parecían resistírsele, siempre y cuando lograra dar bien en el blanco. A cada nuevo bocado, todos dejábamos de comer y le observábamos, anhelantes, en espera del resultado. Entonces él masticaba con calma, mirando atentamente el muro, como escuchando algún ruido, y cuando ya parecía estar seguro de su éxito, echaba el cuerpo hacia atrás, se llevaba la servilleta a los labios y bebía uno o dos sorbos de vino. Adoptando una naturalidad del todo falsa, argumentaba:

—Parece que se va descomponiendo el tiempo.

O:

—¿Quieres pasarme la sal?

Llegó puntualmente su cumpleaños, y él mostró desde temprana hora un verdadero empeño en festejarlo a lo grande. Habíamos terminado de cenar ese día y ya estaba la champaña sobre la mesa. Reinaba un regular barullo en la casa, sin que nadie dejara de reír y hablar y de encontrar divertido hasta aquello que distaba mucho de serlo. Tal vez se nos hubiese subido el vino a todos o diésemos ya por sentado que la felicidad más completa había hecho acto de presencia entre nosotros. ¡Cuan lejos estaba de ser así! Porque, de pronto, mi padre echó mano a uno de sus bolsillos y extrajo un misterioso paquete, que todos contemplamos con susto. Después volteó con osadía el paquete, y el susto de todo el mundo fue en aumento, porque una porción de avellanas tostadas fue rodando sobre el mantel, hasta quedar, por fin, inmóviles entre los platos, como aves de mal agüero. Hubo un instante de zozobra, según acontece cuando estalla un relámpago y las casas se quedan a oscuras. Mi padre, llevado por su entusiasmo, había tenido la atroz ocurrencia de festejar su cumpleaños comiendo una avellana —una sola, decía— en presencia de sus familiares. Mi madre intentó proferir algo, pero no lo conseguiría nunca, porque mi padre había elegido ya la avellana y la sostenía entre sus dedos, mirándola desafiadoramente. A poco, se la introdujo en la boca, la hizo girar con la lengua y, sin dejar de observarnos, la ubicó cuidadosamente. Notamos cómo cerraba la boca, afinaba la puntería, entornaba los ojos y dejaba caer la mandíbula. Hubo un inquietante silencio y después un espantoso chasquido. Mi madre dejó escapar un grito de angustia y la cáscara saltó en mil pedazos. Tras otro nuevo silencio, se oyó un murmullo de asombro y los primeros aplausos. Fue muy emocionante, sin duda, y para mí una experiencia inolvidable. Mi madre dejó escapar una lágrima y expresó con voz entrecortada algo así como que podíamos considerarnos salvados y que deberíamos dar gracias al cielo. Puesta de pie, besó a mi padre en la frente, quien traía y llevaba la avellana en la boca, como quien pasea airosamente un trofeo. Después la fue humedeciendo golosamente, haciéndola rodar otro poco, jugando traviesamente con ella, hasta irla tragando sin prisas, saboreándola a su gusto. Se bebió champaña por segunda vez y, quién más quién menos, se sintió enardecido con ello. Se contaron chascarrillos ya conocidos, se revivieron tiernas historias, se hicieron proyectos a breve plazo y se tocaron temas de actualidad. Jamás nadie recordaba a mi padre tan brillante como esa noche, tan espectacular y jovial. Aquella estúpida fuga de dinero, que tanto nos acongojara a todos, parecía haber sido superada a la postre. Llegó la medianoche y aún continuábamos bebiendo y festejando al homenajeado, quien pedía ahora un mondadientes. Después nos fuimos a la cama y la casa quedó a oscuras y en silencio, como todas aquellas casas donde no ha ocurrido nada de particular. ¡Pero quién se habría atrevido a vaticinar a tales horas lo que nos tenía reservado el nuevo día! Porque, muy entrada la mañana, cuando todos, salvo mi padre, continuábamos durmiendo a pierna suelta, una infausta voz nos anunció por teléfono que mi padre había sido arrollado y muerto por un tranvía.

—¡El miserable! —lo acusó, medio dormida, mi madre.

Aunque rectificó, sentándose:

—¡Que Dios lo haya perdonado!

Su cama, como es corriente en estos casos, se hallaba, en efecto, vacía, y, perdida entre las sábanas, a manera de piadosa reliquia, aparecía la ingrata muela, fría, fea, de color gris acero, todavía con sus buenos residuos de avellana. Esto último fue, de todo, lo más conmovedor y dramático, y lo que hace que todavía hoy se me salten de rabia las lágrimas cada vez que amanece un día nublado o que sorprendo a mi madre, sentada en un rincón de la sala, suspirando y comiendo avellanas e inquiriendo de todo el mundo en la casa, en un tono que no deja de ser burlón:

—¡Adivina! ¡Adivina qué me recuerda esto!


FRANCISCO TARIO
Una violeta de más
Joaquín Mortiz
p.p: 157-167

No hay comentarios:

Publicar un comentario