lunes, 28 de junio de 2010

UNA VOZ EN LA NOCHE

Con una calidad de estilo más bien desigual, pero con un gran poder a veces en sus sugerencias del universo escondido y de los seres del más allá de la común esfera de la vida, tenemos la obra de Willian Hope Hodgson, menos conocido hoy en día de lo que se merece. Pese a su tendencia a unas concepciones convencionalmente sentimentales del universo y de las relaciones humanas para con el mundo y sus semejantes, Hodgson es quizá el segundo después de Algernon Blackwood en abordar seriamente los elementos irreales. Son pocos los que pueden igualarle en la evocación de la proximidad de unas fuerzas abominables y de unos seres monstruosos que nos acosan, a través de casuales insinuaciones o de insignificantes detalles, o para suscitar la sensación de lo espectral y lo anormal en relación con ciertas zonas o edificios.

Este es el apunte de Lovecraft (El horror sobrenatural en la literatura) acerca de Hodgson.

Antes, cada que pensaba en tentáculos y monstruos marinos, me venía a la mente la imagen de Lovecraft. Después de leer a Hodgson, no tengo dudas de que es el maestro del terror marino y una gran influencia en Lovecraft.

Una voz en la noche es una gran ejemplo. Disfrútenlo:


UNA VOZ EN LA NOCHE
William H. Hodgson


Era una noche oscura, sin estrellas. Nos encontrábamos sin viento en el Pacífico Septentrional. No sé cuál era nuestra posición exacta porque a lo largo de una semana muerta, tediosa, el sol había estado ocultándose por una delgada bruma que había parecido flotar sobre nosotros, más o menos a la altura del tope de los mástiles, bajando por momentos y ocultando el mar circundante.

Como no había viento, habíamos fijado la vara del timón, y yo era el único hombre sobre cubierta. La tripulación, compuesta de dos hombres y un muchacho, dormía adelante, en su cabina, mientras que Will —mi amigo, y el dueño de nuestra pequeña embarcación— estaba a popa en la litera de babor de la cabinita.

De pronto, desde la oscuridad circundante, llegó un grito:
—¡Eh, los de la goleta!
El grito era tan inesperado que la sorpresa me impidió contestar de inmediato.

Se oyó otra vez: una voz curiosamente profunda e inhumana que llegaba desde algún punto del mar oscuro, sobre el costado a babor.
—¡Eh, los de la goleta!
—¡Eh! —grité luego de recobrar el juicio—. ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
—No tiene por qué asustarse —contestó la voz extraña, que probablemente había notado cierta huella de confusión en mi voz—. Soy sólo un… hombre viejo.

La pausa sonó rara: sólo más tarde comprendería su significado.
—¿Por qué no se acerca al costado de la nave, entonces? —le pregunté con cierta energía, molesto porque había captado mi ligera conmoción.

—Yo… yo…. no puedo. No sería seguro. Yo... —la voz se quebró y se hizo el silencio.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, cada vez más asombrado—. ¿Por qué no es seguro? ¿Dónde está usted?

Escuché por un momento, pero no hubo respuesta. Y después, con una repentina e indefinida sospecha, caminé hasta la bitácora y tomé la lámpara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta con el taco para despertar a Will. Después me acerqué otra vez a la borda, lanzando el embudo amarillo de luz hacia la inmensidad silenciosa que se extendía más allá de la baranda. Cuando lo hice, oí un grito leve, sordo, y después el sonido de un golpe en el agua, como si alguien hubiese hundido los remos de repente Sin embargo no puedo afirmar con certeza que viera algo: salvo, según me pareció, que con el primer resplandor de la luz, había habido algo sobre las aguas, donde ahora no había nada.

—¡Eh, allí! —grité—. ¿Qué clase de broma es ésta?

Pero sólo llegaron los ruidos indistintos de un bote de remos alejándose en la noche.
Después oí la voz de Will, en dirección del escotillón de popa:
—¿Qué ocurre, George?
—¡Ven aquí, Will! —dije.
—¿Qué pasa? —preguntó cruzando la cubierta.

Le conté el extraño suceso. Hizo varias preguntas; después de un momento de silencio alzó las manos a los labios y gritó:
—¡Eh, los del bote!

Desde lejos nos llegó una respuesta débil y mi compañero repitió el llamado Un momento más tarde, después de un breve silencio, fuimos oyendo el apagado sonido de remos que se acercaban ante lo cual Will volvió a gritar.

Esta vez hubo respuesta:
—Apaguen la luz.
—Maldito sea si piensa que lo haré —murmuré, pero Will me indicó que hiciera lo que la voz pedía por lo que coloqué la lámpara bajo las amuradas.

—Acérquese —dijo Will y los golpes de remo prosiguieron. Entonces, cuando estaban al parecer a unos seis metros de distancia, volvieron a interrumpirse.

—¡Acérquense al costado de la nave! —exclamó Will—. ¡No tiene nada que temer de nosotros!
—¿Prometen que no harán ver la luz?
—¿Qué le ocurre para sentir un temor tan infernal a la luz? —estallé.
—A causa de... —empezó la voz y se detuvo en seco.
—¿A cause de qué? —pregunté con rapidez. Will me puso la mano en el hombro.
—Cállate un minuto, hombre —dijo en voz baja—. Deja que me encargue de él.

Se inclinó más sobre la baranda.
—Mire, señor, este es un asunto bastante extraño: usted acercándose a nosotros, justo en medio del bendito Pacífico —dijo—. ¿Cómo podemos saber qué tipo de treta pretende llevar a cabo? Usted dice que está solo. ¿Cómo podemos saberlo, a menos que le demos un vistazo… eh? De todos modos, ¿cuál es su objeción a la luz?

Cuando Will terminó, oí una vez más el ruido de los remos y después llegó la voz, pero ahora desde una distancia mayor y sonaba extremadamente desesperada y patética.
—Lo siento... lo siento! No tendría que haberlos molestado, sólo que estoy hambriento y… ella también.

La voz se apagó y el sonido de los remos, que se hundían de modo irregular, llegó a nosotros.
—¡Deténgase! —gritó Will—. No quiero que se vaya. ¡Vuelva! Mantendremos la luz oculta, si no le gusta.
Se volvió hacia mí:
—Es una condenada situación extraña, ésta; pero creo que no hay nada que temer.

El tono era interrogante y contesté:
—No, creo que el pobre diablo ha naufragado cerca de aquí y se ha vuelto loco.

El sonido de los remos se acercó.
—Vuelve a poner la lámpara en la bitácora —dijo Will; después se inclinó sobre la baranda y escuchó. Guardé la lámpara y volví a su lado. El golpeteo de los remos se detuvo a unos diez metros.

—¿No se acercará a la nave ahora? —preguntó Will con voz serena—. He hecho poner la lámpara otra vez en la bitácora.
—Yo.... no puedo —contestó la voz—. No me atrevo a acercarme más. Ni siquiera me atrevo a pagarles por las... las provisiones.
—No hay inconvenientes —dijo Will y vaciló—. Puede disponer de todo el alimento que pueda llevar… —vaciló una vez más.

—¡Es usted muy bondadoso! —exclamó la voz—. Quiera Dios, que todo lo comprende, recompensarlo… —se interrumpió roncamente.
—¿La.... la dama? —dijo Will con brusquedad—. Está ella…
—La he dejado atrás, en la isla —llegó la voz.
—¿Qué isla? —intervine.
—No conozco el nombre —replicó la voz—. ¡Por Dios, quisiera...! —empezó y se controló de repente.

—¿No podemos enviar un bote a buscarla? —preguntó Will a esta altura.
—¡No! —dijo la voz, con énfasis extraordinario—. ¡Dios mío! ¡No! —hubo una pausa momentánea; después agregó en un tono que parecía un merecido reproche:
—Me aventuré por nuestra necesidad... Porque la agonía de ella me torturaba.

—¡Soy un bruto desconsiderado! —exclamó Will—. Quienquiera que sea usted, espero sólo un minuto y le traeré algo de inmediato.

Regresó en un par de minutos con los brazos cargados de diversos comestibles. Hizo una pausa ante la borda.
—¿No puede acercarse a buscarlos? —preguntó.

—No.... no me atrevo —contestó la voz y me pareció detectar en el tono una nota de anhelo sofocado: como si el propietario de la misma apaciguara un deseo mortífero. Comprendí como en un relámpago que el pobre viejo que estaba allí, en la oscuridad, sufría verdadera necesidad de lo que Will sostenía en los brazos y, sin embargo, por algún temor ininteligible, refrenaba el impulso de abalanzarse al costado de nuestra pequeña goleta para recibirlo. Y con aquella convicción centelleante llegó también el convencimiento de que el invisible no estaba loco, sino que enfrentaba con cordura un horror intolerable.

—¡Maldita sea, Will! —dije invadido por numerosos sentimientos, sobre los que predominaba una enorme compasión—. Consigue una caja. Debemos hacerle llegar las cosas flotando.

Y así lo hicimos: con un bichero empujamos la caja hacia la oscuridad. En un minuto, oímos un ligero grito del invisible y así supimos que había tomado la caja.

Un momento después se despidió con una bendición tan sincera que estoy seguro de que nos sentimos mejor gracias a ella. Después, sin más alharaca, oímos el ruido de los remos atravesando la oscuridad.

—Se fue bastante pronto —destacó Will, tal vez con un leve sentimiento de ofensa.
—Aguarda —contesté—. Por algún motivo creo que volverá. Debe haber estado necesitando mucho esa comida.
—Y la dama —dijo Will. Se quedó en silencio por un momento; luego continuó:
—Es lo más curioso con lo que me he topado desde que comencé a pescar.
—Sí —dije y me entregué a la reflexión. Y así fue pasando el tiempo: una hora, otra, y Will seguía a mi lado; porque la extraña aventura le había quitado todo deseo de dormir.

Habían pasado tres cuartas partes de la tercera hora cuando oímos una vez más el sonido de remos a través del silencioso océano.
—¡Escucha! —dijo Will, con una nota baja de excitación en la voz.
—Está viniendo, tal como pensaba —murmuré.

El sonido de los remos hundiéndose se acercaba cada vez más y noté que los golpes eran más firmes y más largos. La comida había sido necesaria.

Se detuvo a poca distancia del flanco de la nave y la extraña voz nos llegó otra vez a través de la oscuridad:
—¡Eh, los de la goleta!
—¿Es usted? —preguntó Will.
—Sí —contestó la voz—. Los dejé de repente; pero... pero teníamos una gran necesidad. La... dama está ahora agradecida en tierra. Pronto estará más agradecida en… en el cielo.

Will empezó a pronunciar una respuesta con voz turbada; pero se confundió y se detuvo en seco. Yo no dije nada. Me estaba preguntado por las curiosas pausas y, a parte de mi curiosidad, estaba inundado por una gran compasión. La voz prosiguió:
—Nosotros... ella y yo, hemos hablado, mientras compartíamos el resultado de la bondad de Dios y de la vuestra...

Will lo interrumpió, pero sin coherencia.
—Le ruego que... no disminuya su acto de caridad cristiana de esta noche —dijo la voz—. Tenga la seguridad de que Él no lo ha pasado por alto.

Se detuvo y hubo un minuto entero de silencio. Después la voz llegó otra vez:
—Hablamos los dos de lo que... lo que nos ha acontecido. Habíamos pensado apagarnos, sin contar a nadie, sobre el terror que llegó a nuestras... vidas. Ella cree como yo que los hechos de esta noche son especiales y que Dios desea que les contemos todo lo que hemos sufrido desde... desde...

—¿Sí? —dijo Will suavemente.
—Desde el hundimiento del “Albatros”.
—¡Ah! —exclamé sin querer—. Esa nave partió de Newcastle hacia Prisco hace unos seis meses y desde entonces no se supo de ella.
—Sí —contestó la voz—. Pero a algunos grados al Norte del Ecuador fue atrapada por una terrible tormenta y desmantelada. Al llegar el día, se descubrió que tenía una importante vía de agua y, poco después, cuando llegó la calma, los marineros se llevaron los botes, dejando... dejando a una joven dama, mi prometida, y a mí sobre los restos del naufragio.

"Estábamos abajo, juntando algunas de nuestras pertenencias, cuando partieron. El miedo los volvió insensibles por completo y, cuando subimos a cubierta, sólo los vimos como pequeñas formas a lo lejos, en el horizonte. Sin embargo, no desesperamos, pusimos manos a la obra y construimos una pequeña balsa. Ubicamos sobre ella las pocas cosas que podía sostener, incluyendo cierta cantidad de agua y unas pocas galletas marinas. Después, como la nave ya estaba muy hundida, subimos a la balsa y la empujamos para apartarla.

"Fue más tarde que observé que estábamos en el camino de alguna marea o corriente que nos apartaba de la nave en un ángulo, de modo que en un plazo de tres horas, según mi reloj, el casco se volvió invisible para nosotros, quedando a la vista los mástiles rotos durante un período un poco más largo. Después, se puso neblinoso y así siguió por el resto de la noche. Al día siguiente aún estábamos cercados por la niebla; el tiempo seguía sereno.

"Derivamos durante cuatro días a través de aquella bruma extraña, hasta que, en la noche del cuarto día, fue creciendo en nuestros oídos el murmullo de rompientes a la distancia. Poco a poco se hizo más nítido y, un poco después de medianoche, pareció sonar a ambos lados de la balsa a no mucha distancia. La balsa fue alzada sobre una ola varias veces, y después nos encontramos en aguas serenas, y el ruido de las rompientes estaba detrás.

"Al llegar la mañana descubrimos que estábamos en una especie de gran laguna, pero lo notamos poco en ese momento porque cerca, ante nosotros, a través de la niebla envolvente, se alzaba el casco de un gran buque de vela. Caímos los dos de rodillas y dimos gracias a Dios; porque creíamos que era el fin de nuestras peripecias. Nos quedaba mucho por aprender.

“La balsa se aproximó a la nave y les gritamos para que nos llevaran a bordo, pero nadie contestó. Un momento después la balsa tocó el costado de la embarcación y, al ver que una cuerda colgaba hacia abajo, la aferré y empecé a trepar. Sin embargo me costó mucho esfuerzo, a causa de un hongo gris, liquenoso, que se había prendido en la cuerda y que manchaba de color lívido el costado de la nave.

“Alcancé la barandilla y trepé por encima, pasando a la cubierta. Allí vi que los puentes estaban cubiertos, en grandes parches, por las masas grises, algunas en nódulos de uno o dos metros. En aquel momento pensé menos en esto que en la posibilidad de que hubiese gente a bordo. Grité, pero nadie contestó. Entonces me dirigí a la puerta que estaba bajo el puente de la popa. La abrí y atisbé. Había un intenso olor a encierro, de modo que supe de inmediato que no había nadie vivo en el interior y con tal conocimiento cerré la puerta con rapidez; porque de pronto me sentí solo.

“Volví al costado, por donde había trepado. Mi… mi amada aún estaba sentada tranquilamente sobre la balsa. Al verme mirar hacia abajo me gritó para saber si había alguien a bordo. Le contesté que el navío tenía aspecto de haber estado abandonado durante mucho tiempo, pero que si esperaba un poco vería si había algo semejante a una escalera, con la que ella pudiera subir a cubierta. Entonces recorreríamos juntos el barco. Poco después, sobre el costado opuesto de la cubierta, descubrí una escala de cuerdas. La transporté al otro lado y un minuto después ella estaba junto a mí.

“Exploramos juntos las cabinas y departamentos de la popa de la nave, pero en ningún sitio había el menor signo de vida. Aquí y allá, dentro de las cabinas mismas, nos encontramos con parches dispersos de aquel hongo extraño, pero, como dijo mi amada, podíamos limpiarlos.

“Por fin, con la seguridad de que la zona de la popa estaba vacía, nos dirigimos a la proa, entre los horribles nódulos de aquella extraña excrecencia y allí hicimos una investigación más prolija, que nos indicó que en realidad sólo nosotros estábamos a bordo.

“Una vez que no hubo dudas sobre esto regresamos a la parte posterior y nos dedicamos a preparar un lugar que fuera lo más cómodo posible. Ordenamos y limpiamos juntos dos de las cabinas y después realicé un examen para ver si quedaba algo comestible en la nave. Pronto descubrí que así era y di gracias a Dios con todo mi corazón. Además, descubrí dónde estaba la bomba de agua fresca, y una vez puesta en condiciones encontré que el agua era potable, aunque en cierto modo de sabor desagradable.

“Nos quedamos a bordo durante varios días, sin intentar bajar a la costa. Estábamos ocupados en hacer habitable el lugar. Sin embargo nos dimos cuenta desde un principio que nuestra suerte era menos deseable de lo que podríamos haber imaginado, porque aunque, como primera medida, quitamos raspando los curiosos parches de excrecencia que tachonaban los pisos y paredes de las cabinas y el salón, sin embargo retornaban casi al tamaño original en el espacio de veinticuatro horas, lo cual no sólo nos desalentaba, sino que nos daba una sensación de vaga inquietud.

“Con todo, no nos dábamos por vencidos, así que emprendíamos otra vez el trabajo y no sólo raspábamos el hongo, sino que empapábamos los lugares donde había estado con ácido fénico, del que había hallado una lata llena en la despensa. Sin embargo, a fines de la semana, la excrecencia había vuelto con toda su fuerza y, para colmo, se había desparramado a otros sitios, como si nuestro contacto le hubiera permitido a los gérmenes desplazarse.

“En la séptima mañana, mi amada despertó y encontró un pequeño parche de la misma creciendo sobre su almohada, cerca de la cara. Ante esto fue en mi búsqueda, tan pronto como pudo vestirse. En ese momento yo me encontraba en la cocina, encendiendo el fuego para el desayuno.

“—Ven, John —dijo y me llevó a la popa.
Cuando vi aquello sobre la almohada me estremecí y en ese mismo momento y lugar decidimos irnos de inmediato de la nave para ver si podíamos estar más cómodos sobre la playa.

“Reunimos apresuradamente unas pocas pertenencias y hasta entre éstas descubrí que el hongo había estado trabajando: uno de los chales de mi amada tenía un pequeño brote creciendo en una orilla. Arrojé la prenda por sobre la borda, sin decirle nada a ella.

“La balsa seguía junto a la embarcación, pero era demasiado tosca para guiarla y bajé un botecito que colgaba transversalmente a popa, y en él nos dirigimos a la playa. Sin embargo, cuando nos acercamos, fui tomando conciencia poco a poco de que allí el hongo maligno, que nos había echado del barco, crecía tumultuoso. En algunos puntos se alzaba en montones horribles, fantásticos, que casi parecían palpitar, como con una vida silenciosa, cuando el viento soplaba entre ellos. Aquí y allá tomaba la forma de dedos enormes y en otros lugares se limitaba a extenderse liso, suave y traicionero. En unos pocos sitios aparecía en forma de árboles grotescos y achaparrados, que parecían extraordinariamente retorcidos y nudosos… Todo el conjunto se estremecía malignamente por momentos.

“Al principio nos pareció que no había un solo fragmento de la costa circundante que no estuviese oculto bajo las masas del horrible liquen; sin embargo, descubrimos que en esto estábamos equivocados porque un momento después, costeando a lo largo de la playa a poca distancia, descubrimos un suave parche blanco de lo que parecía arena fina y desembarcamos. No era arena. No sé qué era. Todo lo que he observado es que sobre eso el hongo no crece, mientras que en el resto de la isla, salvo donde la tierra semejante a arena se desparrama irregularmente, entre la gris desolación del liquen, en forma de senderos, no hay nada más que la espantosa superficie gris.

“Es difícil hacerles comprender lo alegres que estábamos de encontrar un sitio que estuviese absolutamente libre de la excrecencia y allí depositamos nuestras pertenencias. Entonces regresamos a la nave en busca de lo que pudiera parecernos útil. Entre las cosas, me las ingenié para llevar a tierra una de las velas del barco, con la que construidos pequeñas tiendas que, aunque de forma muy irregular, servían a los propósitos deseados. En ellas vivimos y almacenamos nuestros diversos bienes y así por unas cuatro semanas todo anduvo adecuadamente, sin ninguna desdicha en especial. En realidad, podría decir que con mucha felicidad… porque… porque estábamos juntos.

“Fue en el pulgar de su mano izquierda que la excrecencia apareció por primera vez. Era sólo una manchita circular, muy semejante a un lunarcito gris. ¡Dios mío! ¡Cómo se apoderó el miedo de mi corazón cuando me lo mostró! Lo limpiamos, lavándolo con ácido fénico y agua. A la mañana siguiente volvió a mostrarme la mano. La verruga gris había regresado. Por un momento nos miramos en silencio. Después, aún sin palabras, empezamos a quitarla otra vez. En medio de la operación, ella habló de pronto.

“—¿Qué tienes al costado de la cara, querido? —la ansiedad le daba un tono agudo a la voz. Levanté la mano para palparme.

“—¡Allí! Debajo del pelo, junto a la oreja… Un poquito más hacia adelante —mi dedo descansó sobre el lugar y entonces supe.

“—Terminemos primero con tu pulgar —dije. Y ella cedió, sólo porque temía tocarme antes de estar limpia. Terminé de enjuagarle y desinfectarle el pulgar y entonces se dedicó a mi cara. Cuando terminó nos sentamos juntos y hablamos un momento de muchas cosas, porque en nuestras vidas habían entrado de repente pensamientos muy terribles. De pronto temíamos algo peor que la muerte. Hablamos de cargar el bote con provisiones y agua, y salir a mar abierto; sin embargo estábamos desvalidos, por muchos motivos y… y la excrecencia ya nos había atacado. Decidimos quedarnos. Dios haría su voluntad con nosotros. Esperaríamos.

“Un mes, dos meses, tres meses pasaron y de algún modo los sitios crecieron, y aparecieron otros. Sin embargo luchamos con tanta energía contra el miedo, que su progreso fue muy lento, comparativamente hablando.

“En ocasiones nos aventurábamos hasta la nave en busca de lo que necesitábamos. Allí descubrimos que la fungosidad crecía en forma persistente. Uno de los nódulos de la cubierta mayor pronto llegó a la altura de mi cabeza.

“Ahora habíamos perdido toda esperanza de abandonar la isla. Habíamos caído en la cuenta de que a causa de nuestro padecimiento debíamos evitar mezclarnos con los seres humanos saludables.

“Con esta convicción, supimos que debíamos economizar el alimento y el agua, porque en ese entonces ignorábamos que no nos sería posible vivir por muchos años.

“Esto me recuerda que les he dicho que era un hombre viejo. A juzgar por los años no es así. Pero… pero…”

Se le quebró la voz; después prosiguió en cierto modo abruptamente:

—Como iba diciendo, sabíamos que teníamos que cuidarnos con respeto a la comida. Pero entonces no teníamos idea de lo poco que quedaba por cuidar. Fue una semana más tarde que descubrí que todos los otros depósitos de pan (que yo había supuesto llenos) estaban vacíos, y que (aparte de unas pocas latas de vegetales y carne, y algunas otras cosas) no teníamos nada de qué depender, salvo el pan del depósito que ya había abierto.

“Después de enterarme de esto, me esforcé por hacer lo que podía y traté de pescar en la laguna; pero sin resultados. Ante ello en cierto sentido me sentí inclinado a la desesperación, hasta que se me ocurrió probar fuera de la laguna, en mar abierto.

“Allí, a veces, pescaba uno que otro pez, pero con tan poca frecuencia que resultaban de poca ayuda para mantener a raya el hambre que nos amenazaba. Me pareció probable que nuestras muertes fueran provocadas por el hambre y la excrecencia que se había apoderado de nuestros cuerpos.

“Estábamos en ese estado anímico cuando terminó el cuarto mes. Entonces hice un descubrimiento horrible. Una mañana, poco antes de mediodía, volvía de la nave con una porción de galletas que habían quedado. En la entrada de su tienda vi a mi bienamada sentada, comiendo algo.

“—¿Qué es eso, querida mía —grité mientras saltaba a tierra. Sin embargo, al oír mi voz ella pareció confundida y, volviéndose, arrojó con timidez algo hacia el borde del pequeño claro. No lo alcanzó y, con una vaga sospecha en mi interior, levanté lo que había tirado. Era un trozo del hongo gris.

“Mientras iba hacia ella, con el trozo en mano, mi amada palideció mortalmente; después se ruborizó.

“Me sentía extrañamente aturdido y asustado.

“—¡Querida mía! ¡Querida mía! —dije y no pude decir más. Sin embargo, ante mis palabras, ella se derrumbó y lloró amargamente. Poco a poco, cuando se calmó, me confesó que lo había probado el día anterior y… y que le había gustado. Le hice prometer de rodillas que no lo volvería a tocar por más hambre que tuviéramos. Después que lo hubo prometido me contó que el deseo de comerlo había aparecido de pronto y que hasta entonces no había experimentado nada hacia él que no fuera la más extrema repulsión.

“Más tarde, sintiéndome extrañamente inquieto, y muy conmocionado por lo que había descubierto, me alejé a lo largo de uno de los senderos sinuosos (formados por la sustancia blanca y arenosa) que se perdían entre la excrecencia fungosa. En una ocasión anterior me había aventurado por allí, pero no a mucha distancia. Esta vez, hundido en tortuosos pensamientos, me alejé mucho más que antes.

“De pronto volvió en mí un curioso ruido ronco a mi izquierda. Volviéndome con rapidez, vi que algo se movía en medio de una masa extraordinariamente conformada de fungosidad, cerca de mi codo. Se balanceaba inquieta, como si tuviera vida propia. De pronto, mientras la miraba, se me ocurrió que la cosa tenía una grotesca semejanza con la figura de una criatura humana distorsionada. En el mismo instante en que la ocurrencia relampagueaba en mi cerebro, se oyó un sonido leve, enfermizo, como un desgarramiento y vi que uno de los brazos como ramas se despegaba de las masas grises circundantes y venía hacia mí. La cabeza de la cosa, una deforme bola gris, se inclinó hacia mí. Me quedé parado estúpidamente y el brazo maligno me rozó la cara. Exhalé un grito aterrorizado y retrocedí unos pasos corriendo. Había un sabor dulzón en mis labios, donde la cosa me había tocado. Los lamí y me inundó de inmediato un deseo inhumano. Giré y arranqué una masa de fungosidad. Después más y… más. Me sentía insaciable. En medio del banquete, el recuerdo del descubrimiento de la mañana se filtró en mi mente confundida. Me lo enviaba Dios. Arrojé al suelo el trozo que sostenía. Después, completamente, desdichado y sintiendo una espantosa culpa, me dirigí hacia el pequeño campamento.

“Creo que ella lo supo, por cierta intuición maravillosa que el amor le debe haber concedido, en cuanto puso los ojos en mí. Su serena compasión me facilitó las cosas y le conté mi súbita debilidad; sin embargo omití mencionar el hecho extraordinario que la había precedido. Quería evitarle todo terror innecesario.

“Pero, para mis adentros, había agregado un conocimiento intolerable que alimentaba un terror incesante en mi cerebro; ya no dudaba de que había visto el fin de uno de los hombres que habían llegado a la isla en la nave de la laguna y en esa culminación monstruosa veía nuestro propio final.

“De allí en adelante, nos mantuvimos apartados del alimento abominable, aunque el deseo por él se nos había metido en la sangre. Aun así, el temible castigo ya estaba en nosotros porque, día a día, con rapidez monstruosa, la excrecencia fungosa se apoderó de nuestros pobres cuerpos. Nada de lo que pudiéramos hacer la controlaría materialmente y así… y así… nosotros, que habíamos sido humanos, nos convertimos… Bueno, cada día importa menos. Sólo… ¡sólo que habíamos sido hombre y mujer!

“Y día a día la lucha es más espantosa, para soportar el hambriento anhelo por el liquen terrible.

“Hace una semana comimos la última galleta y desde ese momento sólo pesqué tres peces. Estaba mar afuera pescando, cuando vuestra goleta derivó hacia mí saliendo de la bruma. Les grité. Ya conocen el resto, y quiera Dios, con su gran corazón, bendecirlos por la bondad que tuvieron con una… una pareja de pobres almas proscritas.”

Se oyó un remo que se hundía… otro.

Entonces la voz volvió a oírse por última vez, sonando a través de la ligera bruma circundante, fantasmal y luctuosa.

—¡Dios los bendiga! ¡Adiós!

—Adiós —gritamos juntos, roncamente, con el corazón inundado por muchas emociones.

Miré a mi alrededor. Advertí que el alba estaba sobre nosotros.

El sol lanzó un rayo perdido a través del mar oculto; atravesó difusamente la bruma y encendió con un fuego apagado el bote que retrocedía. En forma poco nítida, vi algo que cabeceaba entre los remos. Pensé en una esponja, una esponja enorme, gris y cabeceante, y durante un momento busqué en vano con los ojos la unión de la mano con el remo. Mi mirada relampagueó otra vez hacia la… cabeza. Esta se adelantó cuando los remos retrocedieron para dar el impulso. Entonces los remos se sumergieron, el bote se disparó fuera del parche de luz y la… la cosa se perdió cabeceando en la niebla.


William H. Hodgson
Aguas profundas
Colihue
pp: 47-64

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