miércoles, 4 de agosto de 2010

33

Para celebrar un año más (¿o menos?) de vida, quiero compartirles un fragmento de El vino del estío de Ray Bradbury. Apenas llevo veinte páginas pero prácticamente he subrayado todo.
Disfruten:


…Y al fin, lentamente, temiendo no encontrar nada, Douglas abrió un ojo.

Y todo, absolutamente todo, estaba allí.

El mundo, como el iris gigante de un mundo aún más gigantesco, que también acababa de abrirse, agrandándose para abarcarlo todo, le devolvía la mirada. Douglas supo que había saltado sobre él y ya no se iría.

Estoy vivo, pensó.

Le temblaron los dedos, brillantes de sangre, como los jirones de una extraña bandera, recién encontrada y nunca vista, y se preguntó a qué país debería agradecer el homenaje. Reteniendo a Tom, pero sin saber que estaba allí, se tocó esa sangre como si pudiera pelarla, sostenerla, darle vuelta. Luego soltó a Tom y se acostó de espaldas con la mano en alto, y en su cabeza los ojos miraron como centinelas por las troneras de un raro castillo a lo largo de un puente, su brazo, los dedos donde el brillante penacho de sangre temblaba a la luz.

-¿Estás bien, Douglas? –preguntó Tom.
La voz venía de un pozo de moho verde, de algún lugar sumergido, secreto, alejado.

La hierba murmuraba bajo el cuerpo de Douglas. Bajó el brazo, con su vaina de pelusa, y sintió, muy lejos, allá, los dedos que crujían en los zapatos. El viento suspiró en los caracoles de las orejas. El mundo se deslizó brillantemente por la superficie vidriosa de los ojos, como imágenes centelleantes en una esfera de cristal. Las flores eran de sol y encendidos puntos celestes, esparcidas por el bosque. Los pájaros aleteaban como piedras que golpeasen la superficie del vasto e invertido estanque del cielo. El aire pasaba con violencia entre los dientes, entrando como hielo, saliendo como llamas. Los insectos conmovían el aire con una claridad eléctrica. Diez mil cabellos crecieron un millonésimo de centímetro en la cabeza de Douglas. Oyó los corazones gemelos que le golpeaban los oídos, el tercer corazón que le golpeaba la garganta, los dos corazones que latían en las muñecas, el corazón real en el pecho. La piel se le abrió en un millón de poros.

¡Estoy realmente vivo!, pensó. ¡Nunca lo supe, y si lo supe no recuerdo!

Aulló en silencio una docena de veces. Piénsalo, ¡piénsalo! ¡Doce años y ahora lo descubro! Este raro reloj, este brillante mecanismo dorado que debe marchar durante años, dejado bajo un árbol, encontrado en una pelea.

-Doug, ¿qué te pasa?

Douglas aulló, agarró a Tom, y rodó con él.

-¡Doug, estás loco!
-¡Loco!

Rodaron loma abajo, el sol en las bocas, en los ojos como vidrio hecho trizas, boqueando como truchas en la playa, riéndose hasta gritar.

-Doug, ¿estás loco?
-¡No, no, no, no, no!

Douglas, con los ojos cerrados, vio unas manchas de leopardo en la oscuridad.

-¡Tom! –Luego, en voz baja: -Tom… ¿saben todos en el mundo… que están vivos?
-Claro. ¡Diablos, sí!

Los leopardos trotaron en silencio por tierras más oscuras adonde los ojos no podían seguirlos.

-Espero que sí –susurró Douglas-. Oh, seguro que sí. –Douglas abrió los ojos. El padre se alzaba sobre él, en el cielo de hojas verdes, riéndose, con las manos en la cintura. Se encontró con su mirada. Despertó. Papá sabía. Todo estaba planeado. ¡Nos trajo aquí a propósito, para que me pasara esto! Lo sabía, lo sabe todo. Y ahora sabe que sé.

Una mano bajó y lo alzó. Tambaleándose, junto a Tom y su padre, todavía magullado y estrujado, preocupado y angustiado, cruzó tiernamente los brazos extrañamente huesudos, y se pasó satisfecho la lengua por los labios. Luego miró a su padre y a Tom.

-Llevaré los baldes –dijo-. Esta vez quiero llevarlo todo.

Le pasaron los baldes con sonrisas enigmáticas.

Douglas se tambaleó un poco. Las manos sostenían los pesados jarabes del bosque. Quiero sentirlo todo, pensó. Permitid que me canse, ahora. No debo olvidar. Estoy vivo, sé que estoy vivo. No debo olvidar esta noche o mañana o pasado mañana.

Las abejas lo siguieron, y el aroma del verano amarillo y las moras lo siguió mientras se alejaba con su pesada carga, embriagado, con los dedos maravillosamente encallecidos, entumecidos los brazos, trastabillando. El padre lo tomó por el hombro.

-No –murmuró Douglas-, estoy bien. No es nada…

Pasó media hora antes que en las hierbas, las raíces, las piedras, la corteza del leño enmohecido se borraran las marcas que habían dejado sus brazos, sus piernas, su espalda. Mientras lo pensaba, lo olvidaba, lo dejaba atrás, su hermano y su padre lo seguían permitiendo que los guiara a través del bosque, hacia la increíble carretera por donde volverían al pueblo…

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