martes, 2 de agosto de 2011

DEL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

Resumen de DEL ASESINATO CONSIDERADO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES (Primer artículo, 1827), de Thomas De Quincey que interpreté, cuchillo en mano, en la clase de Ensayo:


Buenas noches.

Bienvenidos a la Sociedad de Expertos en el Asesinato.

Nuestro comité me ha otorgado el honor de hablarles sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes. Porque un buen asesinato requiere algo más que dos necios, uno que mata y otro que muere, un cuchillo, una bolsa y un callejón oscuro.

Pero antes de comenzar me gustaría dirigir unas palabras a ciertos mojigatos que tachan de inmoral a nuestra Sociedad. ¡Inmoral! ¡Qué Júpiter nos asista! Estoy y siempre estaré a favor de la moralidad, la virtud y todas esas cosas. Firmemente mantengo que el asesinato está en una línea de conducta indebida, de lo más indebida. Y no me cansaré de decir que todo aquél que se dedica al asesinato razona de forma muy equivocada y que sus principios son erróneos... Pero una vez cometido el asesinato, ¿qué podemos hacer?, sino contemplarlo estéticamente (como dicen los alemanes), es decir, en relación con el buen gusto.

No es de asombrar que se asesine a príncipes y a estadistas. De sus muertes dependen a menudo los cambios importantes y están expuestos a convertirse en objetivo de todo artista dominado por las ansias de lograr un efecto escénico. Guillermo I de Orange, los tres Enriques franceses, el duque de Buckingham, Gustavo Adolfo y Wallenstein: siete obras espléndidas.

Otra clase de asesinatos que ha prevalecido desde principios del siglo XVII es el asesinato de filósofos. Es un hecho que todo filósofo inminente de los dos últimos siglos ha sido asesinado o, por lo menos, ha estado muy cerca de serlo; hasta el punto de que si un hombre se llama así mismo filósofo y nunca han atentado contra su vida pueden estar seguros de que no merece la pena. Descartes, Kant, Spinoza, Hobbes… Aunque muchos, como Locke, incomprensiblemente pasearon sus cuellos por el mundo sin que nadie condescendiera a cortárselos.

Ahora pronunciaré unas cuantas palabras sobre los principios del asesinato. Las ancianas y las turbas de lectores de periódicos se contentan con poco, siempre que la cosa sea lo bastante sangrienta. Pero las personas con sensibilidad, como nosotros, esperamos algo más.

Hablemos, pues, del tipo de víctima más idónea para los propósitos del asesinato. Resulta evidente que la víctima debe ser una buena persona, no queremos una lucha de titanes. Recuerden que la finalidad última del asesinato, considerado como una de las bellas artes, es precisamente la misma que Aristóteles asigna a la tragedia, es decir: purificar el corazón mediante la compasión y el temor.

Nuestra elección no debe recaer en un personaje público. Existen personajes que todo mundo ha oído hablar de ellos pero que nadie ha visto; se han convertido en una idea abstracta, como el Papa. No vale desperdiciar nuestro talento en ese tipo de personajes. Pero si ese personaje organiza cenas y se le ve seguido en público, no hay nada impropio en asesinarlo.

El sujeto elegido debe gozar de buena salud. ¡Es de auténticos bárbaros asesinar a una persona enferma!

Algunos sugieren que el sujeto elegido debe tener hijitos pequeños, con el fin de dar mayor profundidad al patetismo. Eso lo dejo a su consideración.

En cuanto al momento, el lugar y las herramientas lo platicaremos en la siguiente conferencia.

Para terminar, tengo que confesar que no soy ningún profesional. Nunca he atentado contra la vida de nadie, salvo en 1801, contra la de un gato; y la cosa terminó de un modo muy distinto del que yo esperaba. Mi intención, lo reconozco, era simple y llanamente asesinar al animal. Así que a la una de la mañana, en una noche oscura, bajé las escaleras en busca del gato Tom, con el animus, y sin duda con la diabólica expresión de un asesino. Encontré al gato saqueando el pan y otros enseres.

Levanté el refulgente acero y me imaginé, como Bruto, elevándome de entre las multitudes patriotas. Y al hendir el filo el nombre de Tulio enardecidamente alabé, y al padre de la patria con un ¡salve! aclamé.

Desde entonces, todo deseo pasajero de atentar contra la vida de un anciano carnero, una gallina vetusta o un cervatillo, queda preso en el más profundo secreto de mi pecho, que para las más altas esferas del arte, me confieso enteramente incapaz.

Gracias.

1 comentario:

  1. Notable! Sumamente retador, sobre todo para la época, y con un final conveniente! Saludos!

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