miércoles, 7 de mayo de 2014

LA IMAGINACIÓN FANTÁSTICA

Preparando la presentación del libro Flores inmundas, encontré el ensayo La imaginación fantástica de George MacDonald, el cual me sirvió de base para explicar el proceso creativo.

Les comparto algunos fragmentos:



El mundo natural tiene sus leyes y, así como ningún hombre debe interferir en ellas con su accionar, tampoco debe hacerlo al momento de presentarlas; pero ellas mismas pueden sugerir leyes de otro tipo, y el hombre, si lo desea, puede inventar un pequeño mundo propio, con sus leyes particulares; porque en ese hombre existe el deseo de invocar formas nuevas, y eso es, quizá, lo más cerca que puede llegar de la creación. Cuando estas formas son materializaciones nuevas de antiguas verdades, las llamamos productos de la Imaginación; cuando son meros inventos, por bellos que sean, yo las llamaría obra de la Fantasía [Fancy]: la Ley, en uno y otro caso, no ha dejado de intervenir.
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Una vez inventado su mundo, la siguiente ley suprema que entra en juego es que debe haber armonía entre las leyes por las que ese nuevo mundo ha comenzado a existir; y en el proceso de la creación el inventor debe atenerse a esas leyes. Cuando olvida alguna de ellas, hace que su mundo resulte increíble sobre la base de sus propios postulados. Para ser capaces de vivir, aunque sea un momento, en un mundo imaginario, debemos hacer que se obedezcan las leyes de su existencia. Una vez que se violan, caemos fuera de él. Entonces deja de actuar nuestra imaginación, aquella que es esencial poner en funcionamiento para someternos, al menos por un instante, a la imaginación de otros.

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¿Cómo puedo tener la seguridad de que no estoy poniendo mi propio sentido en el relato, en vez de extraer de él el que usted (el autor) le ha dado? 
¿Y para qué desea esa seguridad? Quizá sea mejor que usted ponga su propio sentido en él. Quizás ése sea un ejercicio del intelecto más elevado que la mera acción de sacar mi sentido del relato: quizás el sentido que usted pone sea superior al mío.
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Yo, por mi parte, no escribo para los niños, sino para los de mente de niño, sea que tengan cinco, cincuenta o setenta y cinco años.
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Un cuento de hadas, como una mariposa o una abeja, se alimenta en cualquier sitio, liba en todas las flores sanas sin arruinar ninguna.
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Las palabras son cosas vivas, que pueden emplearse de modos diversos para diversos fines. Pueden contener un hecho científico, o arrojar en el corazón de una madre una sombra de los sueños de su hijo. Son cosas que podemos acomodar como las piezas de un mapa partido en pedazos, o disponer como las notas de un pentagrama.
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Lo mejor que podemos hacer por el prójimo, luego de despertar su conciencia, no es darle cosas para pensar, sino despertar las cosas que ya están en él; digamos, hacer que piense las cosas por sí mismo.
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El cuento no está para ocultar sino para mostrar: si no muestra nada ante tus ventanas, no le abras la puerta; déjalo en el frío de fuera.
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Cuando su objetivo (del escritor) es conmover por medio de la sugerencia, incitar la imaginación, entonces debe asaltar el alma del lector como el viento asalta un arpa eolia. Si hay alguna música en mi lector, yo quisiera poder despertarla. Que mis cuentos de hadas sean una luciérnaga, que ahora brilla, ahora se apaga, ahora vuelve a brillar. Si la atrapa una mano que no ama a esa especie de seres, aquélla se convertirá en una cosa insignificante, detestable, que no puede brillar ni volar.
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Aquí para saber más del autor.
Aquí para leer todo el ensayo.

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